Aborto e Iglesia: una doctrina contradictoria y cambiante

El próximo 29 de diciembre, el Senado tiene la responsabilidad de aprobar la Ley de Interrupción Voluntaria del Embarazo, ya con media sanción en Diputados, y comenzar a solucionar el grave problema de salud pública que supone la criminalización y el encarcelamiento de quienes abortan. La aprobación de la ley también contribuiría a garantizar la gratuidad de los procedimientos de interrupción del embarazo y, de ese modo, una mayor seguridad para las miles que hoy mueren o sufren severos daños en los procedimientos clandestinos.

El proyecto de ley ha dado lugar a un debate que está presente en numerosas instancias (pública, privada, parlamentaria) y desde diferentes enfoques, que en algunos casos reflejan posiciones claramente medievales, incluidas las de algunos miembros de la cúpula eclesiástica.

En este sentido, se destaca el pensamiento del arzobispo “emérito” de La Plata, Héctor Aguer, al condenar tanto la Educación Sexual Integral (ESI) como la “cultura fornicaria” que impera en nuestra sociedad, rigor que no ejerció ni ejerce sobre los casos de los sacerdotes que abusan de niños.

Lo extremo de la posición de Aguer queda resaltado con los datos de la Segunda Encuesta Nacional de Creencias y Actitudes Religiosas de la Argentina, del Conicet, de acuerdo con la cual la mayoría de quienes se consideran católicos está de acuerdo con la interrupción del embarazo en algunas circunstancias (57,7%) o en todas (23,3%).

Aguer se arroga la suma del saber filosófico en una violenta crítica al presidente Alberto Fernández por su referencia a los cambios que, a lo largo del tiempo, tuvo la iglesia en relación al aborto (El Dia de La Plata, 21/12/2020). Le molesta que -afirma- Fernández muestre “su hilacha neoperonoide”, pero él apenas nos ofrece la fe y el dogma de la escolástica medioeval.

Entre la Biblia y la Ciencia

Pese a que monseñor lo niega –como niega “el mito de los 30.0000 desaparecidos” por la dictadura genocida– las posiciones de la Iglesia distan mucho de ser pacíficas y, de hecho, las actuales difieren en mucho de las que existían en los inicios de la cristiandad.

En el caso del aborto, las posturas han involucionado. En otras cuestiones, hubo una adaptación a los tiempos y al avance de la ciencia. Si mencionamos la creación de la tierra en siete días, su ubicación como centro del universo, a Eva y la manzana, a Noé y el Arca, o la inexistencia del alma en los esclavos o los pueblos originarios, nos encontramos ante temas en los que la Iglesia lentamente viró de la tortura y la hoguera para los herejes a dejar de requerir la Inquisición y explicar que, en realidad, la Biblia describe con “poéticas metáforas” lo mismo que la ciencia aborda con otros términos. 

Tampoco es pacifica la dimensión política del cristianismo, que nace como religión de los oprimidos, de los esclavos y los libertos de Roma, pasa a ser fundamento teológico del esclavismo, el feudalismo y el capitalismo y más tarde encara valientes, pero todavía limitados, intentos de regreso a sus orígenes de la mano de la Opción Preferencial por los Pobres, las Comunidades de Base o los sacerdotes que impulsaron la Teología de la Liberación. 

La tradición eclesiástica, así como las Escrituras, es reinterpretada por cada generación para imponer sus propias opiniones morales, pero también para defender sus intereses políticos y económicos, como la prohibición del sacerdocio a las mujeres, hijas de María, “Madre de Dios y de la Iglesia” (aunque, en sus comienzos, las tuvo como las primeras en ejercerlo) o el celibato, un mandato que jamás ejerció San Pedro –felizmente casado– y que poco tiene que ver con la pureza y la consagración exclusiva al Reino de los Cielos.

El celibato recién se instauró en el siglo XI, pero no para favorecer una dedicación plena “a las cosas del Señor”, sino para 1) evitar el riesgo de fragmentación permanente que sufrían los incipientes estados nacionales de Europa; 2) garantizar la permanencia de las propiedades en manos de la iglesia, que ya no debía disputarlas con las viudas o los hijos de los sacerdotes.

San Agustín y el alma del embrión

Aguer clama por ejemplos y citas que avalen la afirmación de Fernández, quien sostuvo que, para Aristóteles y Aquino, el feto solo se convertía en persona con la animación, ya avanzada la gestación. “No cita ningún texto en apoyo de su tesis” desafía, para preguntarse con irónica soberbia: “¿Qué texto habrá consultado?”.

Para ayudarlo a disipar su interrogante, y de paso responder a su temeraria afirmación de que “La enseñanza de la Iglesia ha sido invariable desde el siglo I”, comenzamos por recordar que las menciones al tema en el Antiguo y el Nuevo Testamento distan de ser claras.

Luego, precisamente durante el aludido primer siglo de la cristiandad, la iglesia católica comenzó a discutir acerca de si el fetotenía alma desde el momento de la concepción o llegaba a convertirse en un ser humano en el transcurso de su desarrollo. En este debate, no dudó en condenar el aborto, pero no por considerarlo un homicidio, sino porque solía usarse para ocultar “pecados sexuales”, como eladulterio y la fornicación.

Ya en el siglo III, hace más de 1.700 años, el Concilio de Elvira sancionaba al aborto si era realizado con motivo de un adulterio, pero dejaba sin castigo al aborto realizado dentro del matrimonio. Claro, la herencia estaba garantizada, mientras el goce y el placer del hombre no merecían condena alguna.

Por esos mismos años, San Agustín (354-430 de nuestra era), el máximo pensador del primer milenio del cristianismo, consideraba que el embrión no tenía alma hasta el día 45 después de la concepción. Por eso, distinguía entre el aborto realizado sobre un feto animado (que equiparaba al homicidio) y el aborto practicado sobre un “informe” sin alma humana, al que también repudiaba, pero consideraba merecedor de una pena menor.

En palabras del propio San Agustín: “La pregunta sobre el alma no se decide apresuradamente con juicios no discutidos ni opiniones temerarias; según la ley, el acto del aborto no se considera homicidio porque aún no se puede decir que haya un alma viva en un cuerpo que carece de sensación ya que todavía no se ha formado la carne y no está dotada de sentidos”.

Tomas de Aquino y el Juicio Final

Casi un milenio más tarde, Santo Tomás De Aquino(1225-1274), otro de los teólogos más importantes del cristianismo – y a quien, Aguer nos informa, “estudio desde mi adolescencia”–, consideraba al aborto como un pecado, pero contra el matrimonio. A la vez, en Suma teológica, era enfático sobre la cuestión de que “el alma no es infundida antes de la formación del cuerpo”. Para él, el alma humana llegaba junto con la forma humana, por lo que un embrión no tenía alma hasta después de varias semanas de embarazo, cuando el feto comenzaba a adquirir la forma humana, y se percibía su movimiento. 

Para esclarecer a los nuevos cruzados por el alma de los embriones, cabe rescatar un comentario de Umberto Eco (El comienzo de la vida, para La Nación, 30/03/2005), acerca de que Tomás de Aquino ofrecía una visión muy biológica de la formación del feto, según la cual Dios introducía el alma al cuerpo gradualmente. Así, el feto primero adquiría, primero, el alma vegetativa y, a continuación, el alma sensitiva y solo entonces, en un cuerpo ya formado, se creaba el alma racional (Suma teológica, I, 90). El embrión solo tenía alma sensitiva (Suma teológica, I, 72, 3 y I, 118, 2).

En la Suma contra los gentiles (II, 89) Aquino describe a la generación como un proceso gradual, “a causa de las formas intermedias de las que el feto está dotado desde el principio hasta su forma final”.

Por eso, en el Suplemento a la Suma teológica (80, 4), se lee esta afirmación que hoy suena revolucionaria, a juicio del filósofo y semiólogo italiano:  “Tras el Juicio Universal, cuando los cuerpos de los muertos resuciten para que nuestra carne participe de la gloria celestial (momento en que ya, también según San Agustín, volverán a vivir en la plenitud de una belleza y una integridad adulta no solo los que nacieron muertos sino también, en forma humanamente perfecta, los engendros de la naturaleza, los mutilados, los concebidos sin brazos o sin ojos), pues bien, en esa  ‘resurrección de la carne’ no participarán los embriones, al no habérseles infundido todavía el alma racional y, por lo tanto, no ser  ‘seres humanos’”.

La posición actual de la iglesia en torno al aborto comenzó a surgir en 1588, cuando el  228vo Papa, Sixto V, preocupado por la prostitución en Roma, consideró que, si se aplicaban penas severas y rígidas para el aborto disminuiría la incidencia de este pecado sexual y publicó  la bula Effraenatum, según la cual el aborto y la anticoncepción eran homicidios en cualquier período del embarazo – independientemente de la animación– y, por lo tanto, también eran tanto pecados mortales como crímenes civiles.

Como en general no se lograron los objetivos esperados, a fines del siglo XVII, el Pontífice Gregorio XIV adoptó nuevamente el criterio de la animación y el alma. Sin embargo, en 1869, el Papa Pío IX, volvió a suprimir la distinción entre el aborto en la primera fase del desarrollo del embrión y el realizado después y promulgó la excomunión automática para toda mujer que abortara voluntariamente, que es el criterio que se extiende hasta nuestros días.

La moral es histórico-concreta y las políticas públicas no se definen desde la metafísica

La arrogancia de Aguer llega al punto de pretender conocer cuál sería hoy la posición de Aquino: con los conocimientos científicos actuales, dice con seguridad, “Tomas hubiera renunciado a la teoría de una animación retardada”.

Lo cierto es que Aquino sí sostenía la teoría de la animación retardada y nunca renunció a ella, pero, aparentemente, para el arzobispo, la filosofía es sierva de la teología y la salud pública, de la metafísica.

Aguer considera que el origen de la moral se sitúa fuera de la historia, que deriva de Dios y es inmutable, lo cual es absolutamente respetable como creencia, pero tambièn refutable. Si consideramos que los principios y las normas morales surgen de una potencia suprahumana, los estamos situando por fuera del hombre real, que es un ser histórico. De esta manera, es fácil caer en el contrabando ideológico que disfraza de verdades morales universales lo que son intereses particulares de clase.

La moral es un aspecto de la realidad humana y, como tal, un fenómeno histórico que muta con el paso del tiempo. Por lo tanto, no es lógico concebir a la ética, en tanto ciencia de la moral, como algo dado de una vez y para siempre.

El filósofo estadounidense James Rachels, autor de Introducción a la filosofía moral, expresa un argumento similar en los siguientes términos: “lo correcto y lo incorrecto no deben definirse en términos de la voluntad de Dios; la moral es cuestión de razón y de conciencia, no de fe religiosa y, en todo caso, las consideraciones religiosas no dan soluciones definitivas a los problemas morales específicos que confrontamos”.

La pretensión de Aguer de imponer su noción de moral como un sistema normativo único, valido para todos los tiempos y todos los hombres, ni siquiera pudo concretarla la iglesia a través de su historia, y en la actualidad es especialmente grave pretender que las políticas públicas impongan dogmas religiosos.

El ala más reaccionaria de la Iglesia, a la que pertenece Aguer, ha buscado imponer estas consideraciones frente a la sanción de leyes como las de divorcio y matrimonio igualitario y ahora también en relación con el aborto legal, seguro, y gratuito, incluso pese a que estas leyes reconocen derechos, pero no obligan a adoptar conductas concretas (ni a divorciarse, ni a casarse con alguien del mismo sexo ni a abortar).

En este sentido, para evitar que el Senado transforme en ley el texto aprobado por Diputados, estos sectores despliegan un virulento lobby que incluye visitas a los despachos de los senadores que tienen que votar, mientras grupos ultraconservadores difunden sus números de teléfonos y promueven cadenas de Twitter para intimidar a sus familias.

No se defiende la vida meramente proclamando esta defensa mientras, a la vez, se afectan el presupuesto y la calidad de la salud pública e hipócritamente se avalan la muerte y las lesiones permanentes producidas por los abortos clandestinos.

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