La cumbia inflacionaria y el bolero devaluatorio son las danzas favoritas de los empresarios argentinos. Instalado el tema de la inflación, una (i)lógica compensatoria dice que ahora hay que restaurar utilidades encareciendo el dólar, porque quienes exportan (productores agrarios y fabricantes de autos, por ejemplo) cobran en dólares pero reciben pesos. Cuanto más caro esté el dólar, más pesos recibirán y tanto más habrán ganado. La devaluación aumenta sus utilidades en moneda local.
Aunque los trabajadores también cobran en pesos, la diferencia es que cuanto más cara esté la moneda norteamericana, más elevados serán los precios internos y menos cosas podrán comprar con su salario. La devaluación agrede sus bolsillos. Como se ve, dos clases sociales, dos intereses distintos, dos lógicas contradictorias.
Durante décadas los gobiernos militares trasladaron renta hacia el sector más adinerado de la sociedad por el simple expediente de devaluar periódicamente la moneda. Combinada con la inflación, la devaluación hacía el trabajo sucio de transferir ingresos, sostener la rentabilidad de las empresas e impedir que el aumento del consumo interno (básicamente de alimentos) achicara los márgenes de exportación de granos y carnes. Por eso los economistas dicen que mientras mande la renta agraria en matrimonio con la renta financiera (Martínez de Hoz, Cavallo), no habrá desarrollo. El desarrollo exige la primacía de la renta industrial y una tasa de desocupación que no supere el 7% de la población económicamente activa. Por eso una de los consecuencias más graves de la convertibilidad fue la pérdida de 4 millones de empleos, uno de los objetivos de la “estabilidad” y no un accidente o un daño colateral indeseado.
Para que la renta agraria trabaje a favor del desarrollo y no del atraso, la explotación agrícola y ganadera debe evolucionar hacia la industria, debe parecerse cada día más a una fábrica, de modo que sea difícil distinguir renta agraria de renta industrial. En otras palabras, su rentabilidad no debe basarse en el aumento de valor de la tierra sino en los márgenes de ganancia que deja la explotación en sí. Al calor del incremento de valor internacional de la soja y de la extensión de su siembra, en la última década el precio de la hectárea en la pampa húmeda pasó de 2.500 a 10.000 dólares la hectárea, y en algunas zonas ya está en 12.000. Esa enorme (y brusca) capitalización no fue producto de haber trabajado mejor la tierra sino, simplemente, de tener tierra. Eso no le ocurre al dueño de una fábrica. No existe una renta fabril comparable con la renta agraria, que combina el aumento del valor del suelo con la ganancia por explotación.
En la misma línea, para que la renta financiera trabaje a favor del desarrollo los bancos deben proveer los recursos crediticios que la industria necesita, y a un precio (tasa de interés) que estimule la inversión. Hoy, en la Argentina, sólo la banca pública ofrece créditos a tasas accesibles para las pequeñas y medianas empresas. La banca privada no lo hace. Prefiere financiar el consumo de bienes durables y asistir, como banca de segundo piso, a empresas grandes en dificultades, a tasas de interés obviamente elevadas.
Ni la renta agraria ni la financiera trabajan para la expansión de la economía nacional, porque –a diferencia de lo que ocurre en Brasil– el negocio del establishment argentino no es el desarrollo, y ese es, desde hace 200 años, el núcleo de los problemas nacionales.