“Nando” Azcoaga: tan lejos y tan cerca

En estos años terribles,  de tantos amigos y familiares perdidos, en este mayo húmedo y triste su caprichoso corazón  le fallo definitivamente a Fernando “Nando” Azcoaga.

En los 70, para algunos,   Nando era simplemente, pero nada menos, que el hijo de Juan Azcoaga,  pionero de la neuropsicología latinoamericana, científico de fama mundial pero también militante por el socialismo y férreo soporte para argentinos y latinoamericanos que requerían de su asistencia solidaria.

Mi esposa, Leonor, fue uno de ellos cuando sufrió las consecuencias del secuestro y la tortura brutal, con apenas 17 años,  en la Córdoba del “Navarrazo”, en 1974. Hubo muchos otros de los que pude saber. Algunos anónimos, otros legendarios, casi  todos heroicos y heridos luchadores de un continente sublevado.

Por esa época yo no conocía a mi compañera de (casi) toda la vida, pero desde un par de años antes habíamos tejido una fuerte amistad con Nando, que coincidió con mis pocos años de cursada en la facultad de Derecho.

Eran los años de nuestra militancia en la Fede, la Federación Juvenil Comunista; él en la Facultad de Derecho, de donde egresó; yo ya en el sindicato de prensa y  las Juventudes Políticas.

Era habitual, más de un par de veces por semana, que durante la “Primavera Camporista” nos encontráramos en la casa de su madre para charlas interminables, del amor, de la música o la literatura,  de la política y la militancia por supuesto.

Portador de una aguda inteligencia, tuvo sus años de celoso custodio, y administrador, de un bolso que contenía lo necesario para –con sus camaradas- enfrentar a las bandas fascistas del Sindicato de Derecho. Bromeábamos sobre las cualidades, o las limitaciones, de algunas de las variadas ofertas que contenía aquel precursor de las actuales mochilas, siempre al pie de la cama de su dormitorio.

Me tocó verlo sufrir por un amor que desde su paso por el Nacional Buenos Aires parecía imposible, pero que como en un cuento se concretó,  y en cierta  manera lo transformó. También, años después, acudir a su casamiento, compartir su unión con otra familia ilustre, en un caso de una eminencia del psicoanálisis, en el otro del derecho y la defensa de los derechos humanos.

En aquella casa, en rigor departamento, se vivía y se conocía la música, en todas sus expresiones.  Mi aporte, eminentemente rockero, de los Beatles a Manal o Almendra no aportaba demasiada novedad, salvo alguna perlita. Era Nando el que intentó la tarea  (frustrada en su objetivo final, exitosa en abrirme otros mundos) de lograr que identificara con unos pocos acordes si estábamos ante Tchaikovski, Beethoven, Mozart, Bach o Vivaldi, el único compositor del que logró identifique alguna pieza.  Pero también fue en el tocadiscos familiar, en vinilo de 33 RPM, que escuché por primera vez “Coplas de mi país”, de Piero, aquella que –para un pasado conocido y un futuro que soñábamos distinto- decía “Que a mi patria la fundaron/A golpes y a cachetazos/Cuántas voces se callaron/A machete y a balazos”. 

Familia de enorme cultura, no solo musical, años después fue su hermana Laura –en un encuentro da amigos militantes sobre el fin de la dictadura, en el pequeño departamento de Jaime “Jimy”  Nuguer en una esquina de Scalabrini Ortiz, cerca de Santa Fe- quien nos acercó a la versión del Cuarteto Zupay de dos creaciones insignia de María Elena Walsh: “Canción de caminantes”  y, la todavía casi desconocida, y censurada, “Como la cigarra”.  

Pasada la tormenta genocida, y contra todo lo previsible, el inicio de la democracia espació los encuentros hasta interrumpirlos por décadas.

Poco se del Nando de estos años, de su vida, sus anhelos, esperanzas o frustraciones. Mucho del amigo que quise, quiero y recordaré con esa extraña sonrisa, casi una mueca, que guardo inoxidable.

Nando, en Venado Tuerto, sobre la calle que lleva el nombre de su también (además de Juan, su padre) célebre abuelo.
Nando, en Venado Tuerto, sobre la calle que lleva el nombre de su también (además de Juan, su padre) célebre abuelo.

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