Cara y Ceca de la crisis capitalista

Las crisis capitalistas pueden originarse en una guerra, en una catástrofe o en un colapso de superproducción o, más comúnmente, en el sector financiero.


La economía iraquí, como antes la vietnamita, la coreana y la argelina fueron llevadas a la ruina por sus guerras de liberación, ya que ningún país de la periferia está en condiciones de financiar un enfrentamiento que dure varios años. El caso más notorio es el de la propia Europa, que en las tres décadas que transcurrieron entre las dos guerras mundiales perdió la hegemonía capitalista que ostentaba desde la Edad Media .

Por su parte las catástrofes son siempre una amenaza, ya sean espontáneas (huracanes, tsunamis, terremotos) o inducidas (explosiones nucleares, guerras). Esto se vio en Hiroshima y Nagasaki, ciudades que tras los bombardeos cayeron en una crisis profunda que llevó décadas superar.
En cuanto a los colapsos por superproducción, estos ocurren cuando la demanda no pude consumir todo lo que la oferta produce, y entonces comienza una serie de reacciones en cadena que termina en quiebras generalizadas y desempleo masivo. Así se inició la crisis en 1929, resuelta por EEUU con la súper demanda que provocó la II Guerra Mundial, y continuada después con el Plan Marshall que posibilitó la reconstrucción de Europa y aseguró las exportaciones estadounidenses por dos décadas.


Por fin la crisis puede originarse en el sector financiero. Esto ocurre cuando una serie de grandes inversiones especulativas se desmoronan por falta de pago. Así ocurrió en 1929, con la feroz especulación bursátil en Wall Street, y en 2008 con la crisis de las hipotecas sub-prime que afectó a la industria de la construcción en Estados Unidos. Los bancos tienen ahora una cartera de miles y miles de viviendas impagas que hoy valen la mitad, es decir que al venderlas no pueden recuperar lo prestado.


Las crisis del capitalismo actúan como los incendios forestales. Son enormes hogueras donde se queman los valores simbólicos, ficticios, puro papel pintado (acciones, títulos, bonos) para devolverle la supremacía a los capitales físicos, productivos, reales. Al momento de estallar la crisis, el globo de la especulación había alcanzado los mil millones de millones de dólares, mil billones, es decir veinte veces el Producto Bruto Mundial, un despropósito que reclamaba un incendio purificador.


Como la naturaleza, al ser despojado de sus partes secas o inservibles el capitalismo se renueva y comienza un nuevo ciclo basado en la supremacía de la producción, el empleo y el consumo. El sistema tiene una lógica de hierro: sin trabajo no hay plusvalía; sin plusvalía no hay ganancias y sin ganancias no hay capitalismo. Por eso, todo lo que atente contra el empleo y el consumo a la corta o a la larga será removido. Las crisis constituyen la herramienta apropiada para esa remoción.


Dos factores complican hoy una tradicional salida “keynesiana” de la crisis, es decir que no basta ya con un fuerte aumento de la inversión estatal para obtener la recuperación del empleo, las ventas y las ganancias, y por ende el reinicio del círculo de acumulación del capital. 
Uno es el avance de la tecnología, ya que hoy la producción puede crecer sin que aumente el empleo, y por ende hace falta más dinero que antes para generar un puesto de trabajo. Además, los capitales requeridos para reponer los empleos que destruyó la crisis son hoy muchos mayores que en 1929, ya que aquella población de 4,5 mil millones de personas devino en esta de 6,5 mil millones. En este rápido análisis no se puede desconocer que la II Guerra Mundial fue detonada por Alemania, Italia, Japón (y España), naciones que apelaron al nazismo, al fascismo y otras variantes del autoritarismo para luchar salvajemente por mayores porciones del mercado mundial.


El segundo factor es que la receta keynesiana, consistente en reemplazar la inversión privada con dineros públicos, fue funcional al capitalismo industrial de 1930 y de post guerra, pero ya no lo es al capitalismo financiero del siglo 21. No hay keynesianismo posible sin grandes déficit en los países centrales, pero EEUU, por ejemplo, ya tiene un gran déficit y al presidente Obama le resulta cada día más difícil convencer al Congreso para que le apruebe nuevos gastos. En 2009 la Casa Blanca quiso salvar a la Chrysler pero el Capitolio se opuso y la empresa, un icono de Detroit, paso a manos de la Fiat.


La Unión Europea ha fijado un límite de 3% para el déficit de los estados miembros, pero el déficit de EEUU no tiene límites, ya que es producto de la supremacía militar y de la política guerrera. Tras la II Guerra Mundial ese país intervino sucesivamente en Corea, Vietnam, Afganistán, dos veces en Irak y, entre ambas, en los Balcanes.


La tecnología bélica de punta, la industria espacial asociada y grandes inversiones en el área de Defensa le permiten mantener esa supremacía, que es estratégica, aunque su costo es descomunal: el 80 por ciento del déficit estadounidense se generado por el aparato militar-industrial. Por eso no extrañó que, a poco de asumir, un presidente negro convalidara al frente del Pentágono al mismo hombre que designara su antecesor blanco. No obstante las promesas de campaña, Obama resolvió quedarse en Afganistán y nadie sabe cuándo se irá de Irak. Más allá del color de piel del presidente, en Washington, como en el viejo Far West, siguen mandando las armas .

Dejá un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *