“Si se genera suficiente inflación, antes o después la mayoría de la sociedad reclamará un ajuste”. Hace muchos años el establishment descubrió que generar inflación era la forma más eficaz de ejercer la oposición y, por ello, de condicionar a un gobierno. Por eso tuvimos tantas décadas de inflación, y luego una paridad cambiaria 1 a 1 que nació, presuntamente, para abatir la inflación y terminó destuyendo miles de empresas y millones de empleos. La convertibilidad fue la reina del ajuste. Pero ¿es el Gobierno el que remarca los precios de sus productos, que son los servicios? Por el contrario, no sólo no los remarca sino que los subsidia. Los que remarcan los precios son los privados. ¿Acaso la reciente escalada de precios está justificada por un aumento de los costos internos, derivados de un salto “desmedido” de los salarios, o por un encarecimiento súbito de materias primas importadas? No, ya que no sucedió ni una cosa ni otra. Lo que sí ocurrió fue que una suma de decisiones adoptadas por el gobierno, como la asignación universal por hijo, el correspondiente aumento a los jubilados y la continuidad de los subsidios a los servicios y al transporte, entre otros, pusieron más dinero en manos de la población. Y se sabe que cuando esto ocurre, ese plus se vuelca primordialmente al consumo. El salto que se observa en el precio de la carne se explica en buena medida por esta razón. Pero el efecto directo de un aumento de la demanda fue una suba refleja de los precios, y no de la producción, lo que hubiera podido satisfacer el incremento de la capacidad de compra sin alterar los precios. Mentalidad de renta, no de producción; especulativa, no industrial. Como si el atraso no los señalara con el dedo, como si el desarrollo no fuera también su responsabilidad. La inflación no es metafísica. Tiene razones, antecedentes, efectos y consecuencias. Es algo material, racional y se puede explicar –al menos en sus trazos gruesos– sin grandes dificultades. Cuando la demanda supera a la oferta se produce escasez, y esta es la fuente de la inflación. De modo que ante un aumento de la demanda hay dos posibilidades: o se aumenta la producción o se aumentan los precios. En estos días estamos viendo cuál es, una vez más, la respuesta de un sector del empresariado, al que por algo le cuesta tanto exportar bienes industriales, ya que esa posibilidad supone garantizar un determinado nivel de producción, de calidad y un precio estable. ¿Cómo imaginar una exportación a mercados enormes, como lo son, por ejemplo, el chino y el indio, sin capacidad de producir en gran escala? ¿Cómo incursionar en los mercados del mundo sin una tecnología competitiva? ¿Y cómo lograr un volumen y una calidad de producción acorde con las exigencias del mercado mundial sin inversión de riesgo? Riesgo…, ¿acaso dijo riesgo? Claro, es más fácil pedirle protección arancelaria o cambiaria al estado cuando las industrias de otros países pretenden vender aquí sus productos, como la ya citada China o el cercano Brasil. Para eso sirve el estado, aunque en otros aspectos sea visto como un paquidermo cojo, bastante otario y del todo ineficiente. Un ejemplo contundente rebate esa visión atrasada, y es la inversión periódica en el sector automotriz por parte de las multinacionales, incluída alguna ayuda estatal. Ahora se ven los resultados: en el primer trimestre de este año se batió el record histórico de patentamientos. Y además se exporta la mitad de la producción. La inflación no es metafísica y la inversión tampoco. En cuanto a los salarios, lo primero que se debe tener en cuenta es que constituyen la base de la demanda del mercado nacional, sin olvidar que el 75 por ciento de las empresas argentinas viven de lo que venden en el país, ya que no exportan. Aún así, ponen el grito en el cielo cuando los sindicatos piden, cuando menos, recuperar la inflación que degradó los ingresos de los trabajadores. Es decir que esos empresarios pretenden, al mismo tiempo, vender más y pagar menos. Aunque resulte difícil de entender, no comprenden que están tirándole piedras a la única botella de agua que les queda, la que, si le aciertan, ya no estará medio llena o medio vacía, sino rota.