En la foto, en el estante bajo de Ediciones Corregidor, a la izquierda,como debe ser, mi libro en el Salon del Libro de Paris. Algo que no esperaba. Estuvieron, entonces, tantas luchas de camaradas y compañeros, nuestras grandezas y miserias, las pocas alegrías y el dolor en la lucha por un mundo mejor.Comparto, por primera vez, un breve fragmento de “La infancia extraviada”, parte del Capítulo “El largo adiós al PC”.
De niño soñaba que había nacido “para ser bandera”.Uno de esos mártires admirados que los camaradas llevaban consigo hasta la victoria; que se sacrificaban dando todo de sí por los ideales nobles y –en una especie de compensación– vivían eternamente en el corazón de las luchas populares. Ni siquiera percibí que la infancia jamás llegó; al menos no como para los otros chicos…Con mis hermanos aprendimos de muy niños a cruzar la calle, “pero en el sentido del tránsito”. Para que pareciera natural –un gesto de prudencia ante los automóviles– el giro de cabeza que en realidad nos permitía percibir si nos seguía la policía de civil. No se jugaba con los chicos del barrio. La escuela siempre quedaba a casi una hora de camino, y los amigos que me hiciera nunca podían saber dónde vivía. A los efectos de las relaciones sociales, papá o mamá estaban muy enfermos para las visitas, y no teníamos teléfono…Desde los seis años, cuando apenas iniciaba la primaria, supe que existía la posibilidad de jamás volver a ver la casa en la que estaba viviendo –todas eran ocasionales– ni a los amigos que me hubiera hecho, e incluso asistir a alguna juntada que hubiéramos arreglado de antemano.Sabía, lo supe casi desde que tengo memoria: que, de un día para otro, podía perder los pocos tesoros que guardaba: mis barquitos de juguete, algún autito, aquellas amadas revistas sobre “Vidas Ejemplares”, “Hora Cero”, las aventuras de los superhéroes, y mis irremplazables libros de Julio Verne, Alejandro Dumas y Emilio Salgari.Sabía, lo supe casi desde que tengo memoria: que un día podría –tuve que, no pocas veces– ir desde el colegio a un lugar completamente nuevo y desconocido. Una nueva casa, una nueva escuela, a veces nuevos amigos… Desde la niñez se me grabó para toda la vida la práctica del militante perseguido, y de aquellos que lo acompañan en la lucha. Aprendí a inventar excusas; a mentir apellidos; a saber que en el documento –o certificado escolar– podía figurar tu rostro junto a un nombre extraño; pero que debías hacer propio con la mejor fingida naturalidad.En cada situación debía actuar correctamente; como nos habían enseñado. Cada palabra era clave; cada error podía ser fatal. Cada momento, una mezcla de corazón acelerado y estómago anudado. No podía equivocarme; lo sabía y lo sufría. La vida de toda la familia estaba en juego…Lo sabía; lo supe casi desde que tengo memoria. Y lo sufría. Cada día. Y en silencio. Al fin y al cabo muchos otros militantes –quizás muchos otros chicos como yo– estaban en una situación similar o peor.Lo sabía; lo supe casi desde que tengo memoria… Mientras vivía esa sucesión intercalada de tensión constante, el mundo de la literatura, aquel temor doloroso, el gran amor que teníamos como familia (mis padres, mis hermanos y yo), la doble identidad y los juegos infantiles. Mientras vivía todo eso, y más, con una naturalidad que hoy me resulta escalofriante…